Las mujeres fueron las principales víctimas de la represión franquista en la retaguardia. Aunque muchas azpeitiarras huyeron junto al resto de sus familias hacia Bizkaia poco antes de la entrada de las tropas sublevadas en Azpeitia el 20 de septiembre de 1936, fueron aún más las que decidieron quedarse a pesar de que sus maridos, hijos, o hermanos decidieron huir y unirse a los batallones que luchaban contra los golpistas. Desde el momento en el que les tocó despedirse de sus parientes fueron conscientes del sufrimiento que suponía la ruptura familiar a causa de la guerra. «Au da ba gerrie, au da ba gerrie», gritaban desconsoladas algunas ancianas que veían marchar a sus familiares el 19 de septiembre(*); «Largos abrazos, consejos recíprocos, maridos que besaban a sus mujeres y niños, lágrimas, angustia, dolor», describía Iñaki Azpiazu los acontecimientos de aquel mismo día(*). Sin embargo, seguramente desconocían las represalias que contra ellas iban a tomar los súbditos de «El Director» (el militar Emilio Mola) una vez conquistada Azpeitia.
La represalia de carácter formal más repetida fue el destierro. Esta medida represiva significaba la expulsión de la localidad de familiares de personas que habían actuado durante la guerra contra los sublevados, o simplemente contrarios al ideario golpista, adelantándose así a varias disposiciones de la Ley de Responsabilidades Políticas del 9 de febrero de 1939. Esta normativa, castigó con el destierro a los familiares directos de los perseguidos en caso de desaparición o muerte de éstos.
Por tanto, dos años antes de que se aprobara la mencionada ley, la Comandancia Militar de Azpeitia expulsó de sus casas y mandó al destierro a varias mujeres, algunas de ellas junto a sus hijos menores de edad.
El 4 de febrero de 1937 Juana fue expulsada de la localidad al desconocerse el paradero de su marido, el practicante y miembro del servicio de Sanidad del Ejército Vasco Francisco Errasti «Trukuman». Aunque en un principio se dirigiría a Pamplona, finalmente logró alojarse en Lazkao en el domicilio de una hermana. Juana se encontraba en aquel entonces embarazada(*).
Catalina era nacionalista y estuvo sindicada durante el período republicano. Tras la entrada en Azpeitia de las tropas sublevadas estuvo escondida durante algún tiempo en el caserío Atxubiaga. Finalmente fue desterrada a Navarra, donde permaneció aproximadamente un mes(*).
Natural de Beizama y vecina de Azpeitia, María era la madre de los milicianos Juan, Alejandro y Moisés Campos Eceiza, éste último fallecido en el frente de guerra. Por este motivo fue desterrada a su localidad natal(*).
Casiana fue expulsada de Azpeitia junto con sus cuatro hijos menores de edad en febrero de 1937, por orden del comandante militar Emilio Gómez del Villar. Previamente, en octubre de 1936, la Junta de Guerra Carlista de Azpeitia la había sancionado con 500 ptas. El destino de esta familia fue el pueblo navarro de Ollakarizketa, donde residía un familiar. Carmen permaneció en aquella localidad una semana, Luis y Carmelo dos semanas, y Casiana y el menor de los hermanos, Imanol, un mes. Mientras tanto, el marido de Casiana y el hijo mayor, Carmelo y José respectivamente, marchaban hacia un exilio que les llevaría hasta Filipinas. Antonio (otro de los hijos), por su parte, acabaría recluido en un batallón de trabajadores tras combatir en las filas del batallón Loyola(*).
Natural de Urrestilla y vecina de Nuarbe (Beizama), Joxepa fue obligada a abandonar su hogar junto a sus cuatro hijos al encontrarse su marido en el frente de guerra. Tras permanecer refugiados un mes en la localidad navarra de Betelu, regresaron a Beizama una vez les fue comunicado el indulto.
Maria y sus hijos de 3 y 4 años de edad estuvieron escondidos durante dos años en el caserío Odriozolaundi, tras recibir la orden de expulsión de Azpeitia. El delito de todos ellos, ser mujer e hijos del miliciano Maximiano Eguibar Arregui(*).
Con anterioridad a la entrada de las tropas sublevadas en Azpeitia Isabel había huido del municipio junto a sus dos hijas menores, refugiándose en la localidad de Aizarnazabal durante 15 días. Tras su vuelta a Azpeitia recibió la orden de destierro al encontrarse su marido y el resto de sus hijos fuera del municipio. Sin embargo, gracias a un familiar pudieron permanecer en Azpeitia. Posteriormente, fue obligada a coser uniformes de los soldados sublevados(*).
María recibió a modo de castigo la orden de abandonar el pueblo y dirigirse a Etxalar, por encontrarse su marido (Rufino Larrañaga Iriarte «Kinttela») en el frente de guerra combatiendo contra las tropas sublevadas. En vez de dirigirse a Etxalar, María se escondió junto a su hija pequeña Jone en la localidad de Orio, en casa de un hermano de Rufino. Mientras tanto, sus otros tres hijos tuvieron que ser acogidos en Azpeitia por otro familiar(*).
Pero no solo hubo represalias de carácter formal, es decir, castigos tramitados por las autoridades locales del momento en ausencia de una legislación de carácter general, sino que también se produjeron todo tipo de arbitrariedades contra las mujeres de los «rojo-separatistas». Por ejemplo, la misma María Orbegozo sufrió la estigmatización de los vencidos, recibiendo insultos, soportando registros de forma aleatoria del hogar familiar, y siendo obligada a coser la ropa de los vencedores(*). Algo parecido padeció Ignacia Macazaga Beristain, la cual huyó de Azpeitia antes de que el pueblo fuera tomado por los requetés. Sin embargo, decidió volver al poco tiempo y continuar trabajando en la tienda familiar que tenían en la plaza Mayor. Pero los golpistas le embargaban continuamente el género, por lo que hubo de construir un zulo donde esconderlo. Asimismo, le obligaron a coser para los militares, obligación que se les impuso a muchas mujeres pero de la que en principio quedaban exentas aquellas que como Ignacia eran viudas y tenían a su cargo hijos menores(*).
Además de estas arbitrariedades se cometieron actos violentos contra las mujeres que podríamos calificar de espontáneos, y que sobre todo fueron de especial crudeza las semanas posteriores a la entrada de los requetés en Azpeitia. Un testimonio anónimo recogido por José Miguel de Barandiaran en Baiona en agosto de 1937, describía de esta forma la situación:
«La inmoralidad cundió por el pueblo con los militares y milicias, dando lugar a frecuentes casos escandalosos. Por lo cual el párroco de Azpeitia anduvo por las casas de su feligresía recomendando a los padres que no permitiesen a sus hijas andar con los militares y milicias, pues nadie se atreve a denunciar este estado de cosas desde el púlpito».
En este sentido, las formas más habituales de vejar a la mujer eran raparle la cabeza y hacerle beber grandes dosis de aceite de ricino, a modo de escarnio público. En Azpeitia conocemos el caso de Margarita Arocena Izeta y Dolores Balmaseda. A ambas le raparon la cabeza después de ser denunciadas por prestar servicios de cocina en el cuartel de gudaris de Loiola. En el caso de Margarita, los problemas psicológicas que le acompañaron el resto de su vida pudieron deberse a esta vejación(*).
Azpeitia no sólo contó con un centro de reclusión para hombres, como fue la cárcel de partido, sino que también se habilitó un lugar de internamiento de mujeres en lo que era el lazareto construido en los años 20 en el barrio de Izarraitz. La habilitación de este edificio como cárcel de mujeres pudo realizarse en 1938, ya que hasta entonces las mujeres represaliadas parece ser que eran recluidas en Loiola. En este sentido, en las actas municipales del 12 de enero de aquel año se mencionaba el pago a un tal Lucio Alberdi «por doce trapos a las presas de Loiola», y ya en el mes de marzo se procedió a «la limpieza y desmantelamiento de cierres de madera en Loyola después de salir las detenidas»(*).
Las mujeres recluidas en el lazareto, al igual que los hombres internados en la cárcel de Azpeitia, eran en su mayoría republicanas provenientes de otros territorios del Estado. Mujeres condenadas por supuestos delitos de «auxilio a la rebelión» o «rebelión militar», que además de la pena impuesta tuvieron que sufrir el internamiento a cientos de kilómetros de su lugar de origen. Una de ellas fue Francisca Gálvez Vázquez, natural y vecina de Torrijos (Toledo), una mujer «de antecedentes izquierdistas durante la rebelión roja» y que supuestamente «indujo a los milicianos a la comisión de desmanes y alentó a sus hijos para que realizasen violencias y asesinatos». El 6 de mayo de 1940 falleció en la prisión de mujeres de Azpeitia al padecer endocarditis, siendo enterrada en el cementerio de esta localidad(*).
Pero también hubo alguna mujer azpeitiarra y de otras poblaciones vascas que estuvieron presas en Azpeitia. En estos casos, la acusación más común era la de «hurto», en un período de posguerra en el que los familiares de aquellos que habían luchado contra los sublevados quedaron en la más absoluta pobreza. Destaca el caso de Catalina Michelena Aramendi, ya que según el médico Antonio Eguiguren la ración alimentaria que recibía era insuficiente debido a la enfermedad que padecía(*). Y es que parece ser que fueron varias las presas que enfermaron durante su reclusión. Así, el 28 de enero de 1941 el ayuntamiento hizo efectivo el pago de 55,50 ptas. a Lucio Alberdi por «el pescado servido al Lazareto a las presas enfermas»(*).