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Inicio » Volumen I » 5. Testimonios » Rosario Olaizola Alegria

Rosario Olaizola Alegria nació en Azpeitia el 11 de agosto de 1921.

El hermano pequeño solía dormir con ella y una vez nos dijo: «Amatxo suele llorar cuando va a la cama».

Un día nos vino el alguacil, diciendo que si no regresaban los familiares que habían huido a Bilbao, nos tendríamos que marchar a Navarra.

Nos quedamos sin nada, nos lo quitaron todo.

 

¿Cómo era la vida en la Segunda República, Rosario?

En el año 1931 se proclamó la Republica, y cuando en la escuela alzaron la bandera republicana vimos llorar a las monjas, y nosotras lloramos con ellas. Pero en la época de la Republica hicimos vida normal, vivimos bien. Mi padre trabajaba de zapatero, hacia zapatos a medida. Era presidente del batzoki, y corresponsal de Euzkadi y Argia. A parte de eso trabajó como teniente alcalde, porque el alcalde, Xiriako Agirre tuvo familia, y en ese tiempo hizo mi padre los trabajos de alcalde. Cuando empezó la guerra mi padre se fue a Bilbao, y Xiriako volvió al puesto de alcalde.

Cuando empezó la guerra tú tenías quince años. Era 20 de septiembre cuando las tropas sublevadas entraron en Azpeitia. ¿Qué es lo que recuerdas?

Los requetés entraron en Azpeitia el día 20, entre las once y las doce del mediodía. Entraron con fusiles en la mano, por la calle no andaba nadie. El batzoki estaba enfrente de nuestra casa, y por la tarde oímos un gran estruendo que provenía de allí, como si se hubiera caído algo. Cuando fuimos a mirar vimos que habían echado el rótulo del Eusko Etxea a la calle. Lo quemaron todo, entre otras cosas la ikurriña. Saquearon también algunos comercios. Al día siguiente, por la mañana, vinieron a tocar la puerta de nuestra casa cinco requetés azpeitiarras y tres camisas azules, navarros. Vinieron a revisar la casa. Solían venir a menudo, siempre que querían. Un día vinieron dos sobrinos del general Solchaga a registrar nuestra casa. En la casa nos encontrábamos mi madre y yo, y metieron las manos en una butaca y sacaron de allí dos balas, como si las hubieran encontrado allí. Preguntaron de quién eran, y mi madre, con toda la serenidad, les respondió que no sabíamos nada, que las habrían traído ellos. Por registros como estos, los materiales que eran «peligrosos», como los libros, los guardábamos en casa de nuestra tía Lola. A pesar de todo un día tuvimos un gran susto, por lo que tuvimos que quemarlos todos. Mi madre decía que sólo se tranquilizaba por las noches. Nunca vimos llorar a nuestra madre, pero el más pequeño de los hermanos solía dormir con ella y una vez nos dijo: «Amatxo suele llorar cuando va a la cama».

Vuestra madre sufrió mucho. Y mientras tanto, vuestro padre y dos de tus hermanos habían huido a Bilbao.

Nuestro padre, Antonio Olaizola Echeverria, huyó de Azpeitia el 19 de septiembre, junto con su hijo, Imanol Olaizola Alegria y su hija, Mª Dolores Olaizola Alegria. Mª Dolores anduvo cosiendo camisas para los combatientes vascos, y huyó por miedo a sufrir alguna represalia. Cuando salió de casa, mi madre le preguntó a mi padre: «¿Qué voy a hacer yo sola con toda la familia?». Y mi padre le respondió: «En ocho días estamos de vuelta!». Huyeron a Bilbao, y de vez en cuando nos llegaba una carta diciendo que se encontraban bien. Un día nos vino el alguacil, diciendo que si no regresaban los familiares que habían huido a Bilbao, nos tendríamos que marchar a Navarra. Sabiendo lo que ocurría, la vecina de abajo, que tenía marido carlista, nos avisó de que al día siguiente no saliésemos a la calle, y así nos libramos. Ese día se llevaron a los familiares de los que habían huido. Nuestro padre se enteró de la amenaza que nos hicieron y se acercó hasta Eibar. Luego se enteró por la novia de mi hermano de que nos habíamos librado.

¿Qué les sucedió a tu hermana Mª Dolores y a tu hermano Imanol?

Mi hermana regresó a casa junto a otras dos azpeitiarras, las hermanas Arrieta. Pero al día siguiente, por una denuncia que les puso un vecino, el alguacil vino a buscarlas, y se las llevaron a Donostia. Mi hermana estuvo presa en la cárcel de Ondarreta durante veintidós meses. Mi madre iba todos los viernes a visitarla. La hija de un funcionario la reconoció, y la pusieron a limpiar las oficinas, repartiendo correo, y en tareas del estilo. Después la enjuiciaron, entre los nueve procesados era ella la única mujer. No se presentó ninguno de los que la denunció, por lo que en quince días regresó a casa.

      A mi hermano Imanol sin embargo lo capturaron en Cantabria, creo que en Laredo, y lo llevaron a Iruña, al fuerte de Ezkaba. Estuvo allí durante tres años.

Y tu padre terminó en la cárcel de Puerto de Santa María (Cádiz).

Así es. De Bilbao se fue hasta Balmaseda, escapando. No sé donde lo capturaron, pero pasó una noche en la plaza de toros de Logroño, y de allí lo trasladaron a Puerto de Santa María. Estuvo preso durante cuatro o cinco años, y le condenaron a la pena de muerte. Consiguió que se la conmutaran, por el recurso que puso una hermana suya que era monja.

¿Sufristeis algún tipo de represión económica?

Sí que la sufrimos. Nuestro padre tenía en renta su tienda de zapatos. Un día, vino Eugenio, el alguacil, a pedirnos la llave de la tienda, y mi madre me ordenó que les acompañara y que guardara la llave en todo momento, para traerla a casa cuando terminaran. Nuestro padre era corresponsal de los diarios Euzkadi y Argia, y tenía muchos libros en euskera. Anduvieron mirando todo, y al terminar el alguacil me dijo que me fuera a casa, que la llave se la quedaba él. Así los soldados entraron en la tienda a arreglar sus zapatos, utilizando todo el material que tenía mi padre. Nos quedamos sin nada, nos lo quitaron todo.

¿Cómo vivisteis la posguerra en vuestra casa?

La humedad de Puerto de Santa María le dejó secuelas a mi padre y murió joven, con sesenta y tres años, de neumonía. Cuando regresó no nos quiso contar nada, pero nosotras vimos que algunos lo recibieron bien pero que otros no.

      Nosotras no pasamos hambre, pero en los alrededores había mucha hambre. El café que nos daban en el racionamiento lo cambiábamos por harina de maíz, aprovechando que conocíamos al que trabajaba en el molino. Después con esa harina solíamos hacer talos, y solíamos comerlos con chorizo o queso. Así es como llenábamos la tripa.

      Aunque algún tontorrón nos llamaba «rojo separatista», nosotras en la calle hablábamos en euskera.

¿Es importante para ti llevar a cabo proyectos como este que tienen por objetivo recuperar la memoria histórica?

Me parece importante sí, porque somos cada vez menos las personas que vivimos en primera persona todo esto y todavía seguimos vivos. Los jóvenes de hoy en día no saben lo que sucedió. Mientras que yo viva espero que no haya más guerras, porque aquello fue terrible.